HISTORIAS DE LA PLAZA DE ABAJO
Era una tarde bochornosa de finales de agosto. Se presagiaba tormenta atendiendo a las nubes que parcialmente cubrían el cielo y al nerviosismo de los cientos de pajarillos, propietarios habituales, del gran plátano centenario del centro de la plaza de Abajo. Era un continuo ya subo, ya bajo, ya vengo, ya voy de rama en rama y un trinar histérico que le ponía la cabeza loca al "sumsuncordan".
Durante la hora de la siesta allí estábamos nosotros colaborando con el descanso vecinal jugando con las trompas al "reorde robao" , otros al bolis-trolis, y, algunos más, pegando pelotazos a un balón de reglamento de los que tocaban juntando cromos del chocolate LLoret. Era un ambiente de lo más propenso para la relajación de quien quisiera descansar un poquito.
Sin embargo un hecho insólito, dada la temprana hora de la tarde, propició un cese instantáneo de nuestras hostilidades y, aunque de manera momentánea, tranquilizó en cierta medida el estres de gorriones, colorines, mirlos y demás copropietarios del gran árbol. Una pareja de recién casados se encaminaba a la pasarela que unía los estudios de Caparrós el retratista con la plaza. El traslado de toda la chiquillería hasta la pasarela duró un santiamén. El objeto principal de tal mudanza era el de "regoler" y tratar de mirar por la ventana que daba al cuarto de retratos, cosa bastante difícil porque estaba a un lado por el exterior de la pasarela y los más chicos no alcanzábamos a ver ni media. No obstante poníamos de nuestra parte todo lo posible para distraer a los novios y cabrear al retratista.
A media tarde, desde la pasarela veíamos el ir y venir de la gente hacia la carretera y desde esta hacia el pueblo. Había trasiego en el Bar España pues a esa hora las partidas de dominó, subastao, truque y demás estaban en pleno apogeo. Juan Diego, hijo de Pedro Cañadas el regente del negocio, era un malabarista lanzando vasos y botellas al aire con estilo acrobático y la chiquillería nos quedábamos embobados viendo sus ejecuciones con el vidrio.
Pero bueno, no nos distraigamos, el caso es que esa tarde era la primera de las fiestas de San Agustín y empezaba a haber bastante actividad en la plaza. Había que prepararlo todo para la verbena de por la noche. Instalar mostradores, mesas, sillas, bebidas, etc. y en eso estaban Plácido y sus ayudantes.
Lo primero que había que hacer era espantar a los pajarillos para evitar que sus excrementos mancharan vestidos y trajes de los asistentes al baile. Para ello se adoptó una medida eficaz cien por cien aunque hoy estaría reñida con la ecología. Se dispararon varios cohetes y la desbandada fue fulgurante. En menos que se persigna un cura loco no había un pájaro en varios hectómetros a la redonda.
Cumplido ese trámite empezó a cerrarse la plaza con sargas y ramas verdes con el doble objetivo de conseguir una cierta intimidad durante el baile y evitar que el personal se colara sin pagar el tique correspondiente. Ambos objetivos eran complicados de cumplir. El primero porque la intimidad, bailando al lado de tu padre y tu madre, tu tío y tu tía, el vecino y la vecina y los niños sin parar de mirarte, era bastante relativa. Y el segundo porque, sobretodo los chiquillos, por muy fortificada que estuviera la plaza con los vegetales mencionados, siempre encontrábamos un agujero por donde colarnos con el aliciente añadido de la clandestinidad que permanentemente fue un atractivo grandioso.
Ese año actuaba sobre el escenario, prefabricado con toneles y tableros de madera, la mítica orquesta formada por los hermanos Rafael (al saxo) y Antonio Pérez (a la batería), el cuñado del primero (al saxo bajo) y Agustín "calderas" (a la trompeta). A las nueve empezó la música con los alegres compases del pasodoble Amparito Roca a los que siguieron Pepita Greus y los chicos del Pireo.
La gente, sobretodo parejas de mujeres, (amigas, abuelas con nietas, hermanas con primas) empezaron a bailar. Poco a poco el ambiente se iba caldeando y la verbena estaba practicamente llena. La noche refrescaba dulcemente haciendo un poco de justicia y compensando el rigor con que el bochorno había torturado durante todo el día las calles y plazas del pueblo. Las mesas estaban ocupadas por familias enteras, abuelos, nietos, sobrinos y todo quisque. Las cervezas y cuervas circulaban de allí para acá y de acá para allí. También se veía alguna que otra Juky de naranja. Las banderitas de papel de todos los países conocidos, revoloteaban movidas por la ligera brisa que subía desde el rio, parecían bailar también al ritmo cadencioso de la música sirviendo, a la vez, como decorado multicolor a través del que se podía observar el maravilloso espectáculo de un cielo limpísimo cargado de estrellas.
Era una noche mágica en la que se rompía la rutina del día a día y los sueños y los anhelos, sobretodo de los más jóvenes, parecían estar más cerca, casi se podían tocar con la punta de los dedos. Era la oportunidad para despistar la melancolía y pasar a la acción, era, por tanto, una noche muy especial.
Y lo fue, ya lo creo que lo fue. A eso de la media noche se presentaron algunos de esos jóveness melancólicos a que me refería anteriormente, acompañados de tres chicas extranjeras (francesas deciamos entre nosotros) bastante desinhibidas y bastante más ligeras de ropa que las autóctonas, que provocaron un murmulleo y un alboroto entre el público de la verbena, principalmente el femenino, que fue "in crescendo" en la medida que estas chicas al bailar se apretujaban y apretujaban cada vez más a los cuerpos de sus compañeros de baile. El culmen ocurrió cuando a una de las "francesas" se le deslizó un tirante de su vestido y dejo al descubierto, según se decía de boca en boca, el sueño de cualquier hombre desde que nace: "una tetilla". No se sabe quienes fueron los privilegiados que presenciaron aquel milagro, porque, si se produjo de verdad, hay que considerarlo como un autentico milagro en aquella época. La noticia corrió como la pólvora y, con el calentón de los acontecimientos y la imaginación y necesidad de todo bicho viviente, por algunos rincones casi llegaron a las manos los unos con los otros por intentar bailar una pieza con alguna de aquellas "sirenas" aun a riesgo de que, después de esa noche, la horma del zapato de cada cual estuviera mucho más apretada por parte de novias, esposas y simpatizantes.
Durante los siguientes días a las fiestas no se habló de otra cosa en los mentideros habituales y, como suele ocurrir en estos casos, la versión original de los hechos se fue adornando a medida que iba extendiendose, ya que cada uno de los comentaristas ponía su grano de arena para magnificar y asignarse algún papel de protagonista en la historia. Todos los que la comentaban habían visto como se le caía el vestido a la "francesa" o habían bailado con ella. Algunos más osados decían que despues de terminar el baile habían estado con las tres "sirenas" en el puente de la Carrera. En fin, cada quien en su imaginación o de forma real participó de los beneficios de aquel milagro de agosto que rompio el tedio y la rutina cotidiana.
Esta es la crónica de un día de las fiestas de San Agustín de hace no se cuantos años enmarcada, como siempre hago con mi mejor voluntad, en un relato costumbrista e informal.
Si en estos tiempos en que una sonrisa es tan necesaria os ha servido para distraeros un poco considero la misión cumplida.
Durante la hora de la siesta allí estábamos nosotros colaborando con el descanso vecinal jugando con las trompas al "reorde robao" , otros al bolis-trolis, y, algunos más, pegando pelotazos a un balón de reglamento de los que tocaban juntando cromos del chocolate LLoret. Era un ambiente de lo más propenso para la relajación de quien quisiera descansar un poquito.
Sin embargo un hecho insólito, dada la temprana hora de la tarde, propició un cese instantáneo de nuestras hostilidades y, aunque de manera momentánea, tranquilizó en cierta medida el estres de gorriones, colorines, mirlos y demás copropietarios del gran árbol. Una pareja de recién casados se encaminaba a la pasarela que unía los estudios de Caparrós el retratista con la plaza. El traslado de toda la chiquillería hasta la pasarela duró un santiamén. El objeto principal de tal mudanza era el de "regoler" y tratar de mirar por la ventana que daba al cuarto de retratos, cosa bastante difícil porque estaba a un lado por el exterior de la pasarela y los más chicos no alcanzábamos a ver ni media. No obstante poníamos de nuestra parte todo lo posible para distraer a los novios y cabrear al retratista.
A media tarde, desde la pasarela veíamos el ir y venir de la gente hacia la carretera y desde esta hacia el pueblo. Había trasiego en el Bar España pues a esa hora las partidas de dominó, subastao, truque y demás estaban en pleno apogeo. Juan Diego, hijo de Pedro Cañadas el regente del negocio, era un malabarista lanzando vasos y botellas al aire con estilo acrobático y la chiquillería nos quedábamos embobados viendo sus ejecuciones con el vidrio.
Pero bueno, no nos distraigamos, el caso es que esa tarde era la primera de las fiestas de San Agustín y empezaba a haber bastante actividad en la plaza. Había que prepararlo todo para la verbena de por la noche. Instalar mostradores, mesas, sillas, bebidas, etc. y en eso estaban Plácido y sus ayudantes.
Lo primero que había que hacer era espantar a los pajarillos para evitar que sus excrementos mancharan vestidos y trajes de los asistentes al baile. Para ello se adoptó una medida eficaz cien por cien aunque hoy estaría reñida con la ecología. Se dispararon varios cohetes y la desbandada fue fulgurante. En menos que se persigna un cura loco no había un pájaro en varios hectómetros a la redonda.
Cumplido ese trámite empezó a cerrarse la plaza con sargas y ramas verdes con el doble objetivo de conseguir una cierta intimidad durante el baile y evitar que el personal se colara sin pagar el tique correspondiente. Ambos objetivos eran complicados de cumplir. El primero porque la intimidad, bailando al lado de tu padre y tu madre, tu tío y tu tía, el vecino y la vecina y los niños sin parar de mirarte, era bastante relativa. Y el segundo porque, sobretodo los chiquillos, por muy fortificada que estuviera la plaza con los vegetales mencionados, siempre encontrábamos un agujero por donde colarnos con el aliciente añadido de la clandestinidad que permanentemente fue un atractivo grandioso.
Ese año actuaba sobre el escenario, prefabricado con toneles y tableros de madera, la mítica orquesta formada por los hermanos Rafael (al saxo) y Antonio Pérez (a la batería), el cuñado del primero (al saxo bajo) y Agustín "calderas" (a la trompeta). A las nueve empezó la música con los alegres compases del pasodoble Amparito Roca a los que siguieron Pepita Greus y los chicos del Pireo.
La gente, sobretodo parejas de mujeres, (amigas, abuelas con nietas, hermanas con primas) empezaron a bailar. Poco a poco el ambiente se iba caldeando y la verbena estaba practicamente llena. La noche refrescaba dulcemente haciendo un poco de justicia y compensando el rigor con que el bochorno había torturado durante todo el día las calles y plazas del pueblo. Las mesas estaban ocupadas por familias enteras, abuelos, nietos, sobrinos y todo quisque. Las cervezas y cuervas circulaban de allí para acá y de acá para allí. También se veía alguna que otra Juky de naranja. Las banderitas de papel de todos los países conocidos, revoloteaban movidas por la ligera brisa que subía desde el rio, parecían bailar también al ritmo cadencioso de la música sirviendo, a la vez, como decorado multicolor a través del que se podía observar el maravilloso espectáculo de un cielo limpísimo cargado de estrellas.
Era una noche mágica en la que se rompía la rutina del día a día y los sueños y los anhelos, sobretodo de los más jóvenes, parecían estar más cerca, casi se podían tocar con la punta de los dedos. Era la oportunidad para despistar la melancolía y pasar a la acción, era, por tanto, una noche muy especial.
Y lo fue, ya lo creo que lo fue. A eso de la media noche se presentaron algunos de esos jóveness melancólicos a que me refería anteriormente, acompañados de tres chicas extranjeras (francesas deciamos entre nosotros) bastante desinhibidas y bastante más ligeras de ropa que las autóctonas, que provocaron un murmulleo y un alboroto entre el público de la verbena, principalmente el femenino, que fue "in crescendo" en la medida que estas chicas al bailar se apretujaban y apretujaban cada vez más a los cuerpos de sus compañeros de baile. El culmen ocurrió cuando a una de las "francesas" se le deslizó un tirante de su vestido y dejo al descubierto, según se decía de boca en boca, el sueño de cualquier hombre desde que nace: "una tetilla". No se sabe quienes fueron los privilegiados que presenciaron aquel milagro, porque, si se produjo de verdad, hay que considerarlo como un autentico milagro en aquella época. La noticia corrió como la pólvora y, con el calentón de los acontecimientos y la imaginación y necesidad de todo bicho viviente, por algunos rincones casi llegaron a las manos los unos con los otros por intentar bailar una pieza con alguna de aquellas "sirenas" aun a riesgo de que, después de esa noche, la horma del zapato de cada cual estuviera mucho más apretada por parte de novias, esposas y simpatizantes.
Durante los siguientes días a las fiestas no se habló de otra cosa en los mentideros habituales y, como suele ocurrir en estos casos, la versión original de los hechos se fue adornando a medida que iba extendiendose, ya que cada uno de los comentaristas ponía su grano de arena para magnificar y asignarse algún papel de protagonista en la historia. Todos los que la comentaban habían visto como se le caía el vestido a la "francesa" o habían bailado con ella. Algunos más osados decían que despues de terminar el baile habían estado con las tres "sirenas" en el puente de la Carrera. En fin, cada quien en su imaginación o de forma real participó de los beneficios de aquel milagro de agosto que rompio el tedio y la rutina cotidiana.
Esta es la crónica de un día de las fiestas de San Agustín de hace no se cuantos años enmarcada, como siempre hago con mi mejor voluntad, en un relato costumbrista e informal.
Si en estos tiempos en que una sonrisa es tan necesaria os ha servido para distraeros un poco considero la misión cumplida.